Narrativa de viajes.

EPÍLOGODos viajeros en crisis.
Nuestra tercera vuelta al mundo fue, con diferencia, el peor de nuestros viajes. Paradójicamente, los catorce meses que duró fueron la experiencia más bonita, intensa y enriquecedora de toda nuestra vida.
El viaje empezó mal.
El primer mes y medio en la India fue un constante desasosiego, donde el día nos ofrecía infinidad de momentos en los que nos era muy difícil encontrar sentido a lo que estábamos haciendo. Era muy probable que nos hubiéramos equivocado al elegir el momento en el que empezar el viaje. Los últimos meses en Cataluña habían sido muy duros y estresantes, y quizás hubiéramos necesitado un periodo de descanso y de reflexión antes de emprender la aventura.
Pero no decidimos eso, sino que hicimos lo que un viajero nunca, bajo ningún concepto, debe hacer: utilizar el viaje como una manera de huir de las cosas, una forma de poner tierra de por medio, un intento de olvidar lo que uno no puede ni debe olvidar. Fue un error no darnos un tiempo antes de volver a marchar y pensar que viajando se nos pasarían todos los males. Sucedió todo lo contrario. Durante aquellas seis primeras semanas, estuvimos un par o tres de veces a punto de volver a casa. Si hay algo que nos ayudó a seguir hacia delante, fue tener la certeza de que el dolor de la derrota hubiera sido abrumador. Y porque en el fondo, aunque en aquellos momentos nos costaba encontrar sentido a nuestro proyecto de vida, creíamos en nosotros y eso nos dio fuerzas para no tirar la toalla.
Las cosas empezaron a cambiar a partir del mes y medio. Allí empezamos a encontrarnos a nosotros mismos, a recuperar la ilusión de viajar. Aquello coincidió en el tiempo con nuestra llegada a Sri Lanka. Siempre decimos que los lugares van unidos a los sentimientos, y que se almacenan en nuestros recuerdos estrechamente ligados al estado de ánimo con el que los visitas. Por eso para nosotros Sri Lanka es muy especial, porque las sensaciones que vivimos allí fueron muy hermosas, como volver a ver la luz, como salir de un cuarto oscuro donde habías estado prisionero.
En Sri Lanka tuvimos la sensación de que el viaje empezaba de verdad. Y no sabemos por qué, nos imaginábamos que a partir de entonces todo sucedería sin ningún tipo de percance. Pero volvimos a equivocarnos, porque lo cierto es que durante el año y dos meses de viaje, todo estuvo sembrado de contratiempos. Ninguno lo suficientemente grave como para preocuparse en demasía, pero todos lo suficientemente molestos como para que se tambaleara nuestro por aquel entonces inestable equilibrio emocional.
Durante catorce meses, tuvimos una salud débil que nos hizo tropezar muy frecuentemente con infinidad de enfermedades. De hecho, creemos que en ningún tramo del viaje estuvimos los dos en perfectas condiciones.
Por otra parte, ese viaje fue el primero de nuestra vida en el que tuvimos continuamente la sensación de que las cosas no fluían. Es algo que no podemos explicar, que no podemos concretar con datos... quizás porque es algo muy interiorizado, muy personal. Pero viajando, hasta entonces siempre habíamos tenido la sensación de que todo sucedía positivamente sin hacer casi nada, las cosas devenían naturalmente y sin forzar, todo encajaba a medida que se iba haciendo camino.
Esa vez no fue así y los obstáculos parecían infranqueables muchas veces, los problemas no se solucionaban por inercia, no aparecían de la nada personas o momentos que le daban sentido a todo. Siempre llovía cuando no debía, no todas las veces aparecía aquel hostal escondido que encajaba con lo que buscábamos, no siempre había un autocar que casualmente hacía la ruta que necesitábamos, nunca cuadraba todo a la primera, constantemente el viaje parecía atascarse...
Económicamente también sufrimos mucho, y también un par o tres de veces estuvimos a punto de volver por este motivo. Debido a la crisis económica, nuestro negocio de programación web se resintió y nos fue imposible lograr una estabilidad que fuera sostenible. Eso provocó que anduviéramos renqueantes durante gran parte del viaje. En este sentido, probablemente nunca podremos olvidar aquella mañana en Watamu, Kenia. Una serie de malas casualidades, nos llevó a comprobar asustados que no teníamos ni un Euro encima y que la misma cantidad había en nuestras cuentas bancarias. Lo malo no fue quedarnos sin desayunar, sino la sensación de incertidumbre, de inseguridad y de angustia al ver hasta qué punto nuestra situación era alarmante. Milagrosamente, a media mañana recibimos una transferencia de un cliente que se acordó de pagarnos una factura pendiente. Pudimos ir a comer aquel día, pero ya nada volvió a ser lo mismo, pues nunca hasta aquel momento habíamos vivido una situación tan al límite. Sólo llevábamos ocho meses de viaje, ¿debíamos abandonar? El caso es que como no teníamos dinero, tampoco podíamos comprar impulsivamente un vuelo a casa. Pero aquello nos obligó a realizarnos una pregunta muy seria: ¿Seguimos creyendo en nuestro proyecto, seguimos creyendo en nosotros? La respuesta fue que sí, y eso nos llevó a sacar fuerzas de no sabemos dónde para continuar nuestro viaje.
A nuestra quebrantada salud, a un viaje que no fluía y a nuestros problemas económicos, se sumó una importante crisis vocacional. No por no encontrarla, sino por ver que cada vez parecía más lejano poder dedicarnos a ella. Porque si hay algo que descubrimos en esos catorce meses de viaje, fue que teníamos muy claro que lo que queríamos hacer el resto de nuestra vida era escribir. Viajar es el puente que nos enlaza con la literatura, pues nos da la oportunidad de tener muchas cosas que explicar, de aprender a relatar nuestra visión del mundo, de describir todo lo que nuestros ojos ven. Escribir nos ha brindado igual o más satisfacciones que viajar. Hemos tenido momentos sublimes, cada vez que alguien nos ha hecho saber que se emocionaba con lo que escribíamos, cada vez que alguien nos ha escrito para decirnos que había emprendido un largo viaje porque nuestros textos le habían hecho perder el miedo. Pero la crisis también hizo que nuestros libros dejaran de venderse. Y entonces tuvimos la sensación de que todo parecía desvanecerse, que todo escapaba de nuestro control, y que nuestros sueños se estaban haciendo añicos por momentos.
Cuando las cosas se miran en perspectiva, toman un cariz muy diferente. Han pasado los meses y es muy grato recordar todos aquellos días de viaje, porque actualmente nuestra visión de todo en conjunto es tremendamente positiva. A nivel práctico, las cosas tampoco han cambiado demasiado. Pero lo que de verdad ha sufrido un cambio importante, es nuestra mentalidad.
Porque el gran obsequio de nuestra tercera vuelta al mundo, fue un aprendizaje que nos llevó a entender que la vida es un camino irregular y que ninguna etapa tiene sentido si no existe otra etapa que la complemente. En ese apasionante viaje, aprendimos cosas que estamos seguros nos van a ser de gran utilidad para el resto de nuestras vidas.
Aprendimos de la adversidad, cuando aquellos momentos en que las cosas parecían no tener solución, nos obligamos a tener esperanza. Y allí decidimos que íbamos a ser optimistas el resto de nuestras vidas. No sólo cuando las circunstancias fueran idóneas, no sólo cuando el futuro dejara vislumbrar condiciones favorables. Decidimos que íbamos a ser optimistas siempre. Siempre.
Aprendimos a canalizar nuestras emociones y a entender que el dolor es inevitable, pero el sufrimiento no. Aprendimos a aceptar que las cosas no salen ni bien ni mal, sino que simplemente suceden, y la manera en cómo se interpretan depende de la mentalidad con la que lo valoremos.
Pero si hay una lección que aprendimos y que se nos quedó grabada a fuego, fue comprobar que se puede ser feliz incluso cuando todo parece perdido. Ser feliz cuando todo va bien no tiene demasiado mérito. Ser feliz cuando las cosas van mal, es mucho más gratificante porque te ofrece una llave que permite abrir todas las puertas, pues te otorga la capacidad de entender que incluso las malas épocas son irrepetibles.
Después de esta tercera vuelta al mundo, y después de superar nuestras crisis, somos más fuertes y tenemos capacidades que antes no teníamos. Ya nada parece insalvable, ni siquiera nuestros sueños más fantasiosos, ni siquiera la quimera de querer vivir viajando. Ya ni la utopía de querer ganarnos la vida escribiendo parece imposible, porque después de este inolvidable aprendizaje de catorce meses, ya no hay nada que se nos antoje inasequible, lejano, irrealizable, remoto... si acaso, todo está inalcanzablemente cerca.